viernes, 20 de enero de 2012

Los Buenos momentos (relato)

Apoyada en el marco del ventanal abierto al balcón, la cabeza reclinada hacia atrás con su delicada melena rubia derramada sobre sus blancos hombros de opalina, apenas alcanzaba a pensar como los acontecimientos le habían ido envolviendo en esa atmósfera embrujada .

     Solo un breve descanso,  le hacía recordar el cigarrillo que apenas sostenía en su mano izquierda, mientras sus dedos de agua intentaban contener las gotas de sudor que en un lento fluir se deslizaban por el cuello hacia el perfecto canal de sus pechos, empapando la seda burdeos del salto de cama que embriagaba su piel.

     Veía a Son sobre la cama y recordaba aquella misma mañana en el puerto.

     Habían estado paseando por el French Marcket donde el dulzor art decó mezclado en los aromas de las frutas y flores comenzara a invadir sus sentidos creando una embriaguez cálida y húmeda que se fundía con la piel impregnando sus poros de un “no se que” embrujado.

     Tan solo unos minutos para descansar.

     Los ojos de Son le contemplaban relajados desde el profundo azul de su mirada casi paralelos a los otros, de blanco inmenso, crecido y destacado sobre la intensa piel Caoba de Maurice, que volvían a reclamar su cuerpo.

     Las calles se presentaban repletas de indefinidos y  múltiples colores humanos como si Dios hubiese  elegido una paleta  impresionista en el día  antes de vigilia resaltando el Sorolla de su figura como un acantilado de sal destacado  inconfundible entre los profundos verdes de las olas.

     Habían acabado su recorrido degustando en una de las terrazas del puerto aquellos maravillosos y únicos cangrejos dulces que contrastaban con el picante de los platos de  esa mezcla de cocina que, entre criolla y cajú, enciende el corazón e inquieta el alma.

     Esa sensación de aturdimiento,…. ¿Sería el efecto del picante o del aroma tan intenso que fluía en el aire….?

     El paseo en el tranvía hasta el Café du Monde en Canal Street le dejó inmersa en los pensamientos de Tenesse Williams mientras los acordes de un jazz peculiar y metálico iban salpicando el recorrido haciendo aparecer el negro rostro de Louis Armstrong  en su mente con su eterno pañuelo blanco empapando la humedad del sofocante aire en su frente.

     EL Mardi grass en Nueva Orleans comenzaba a crecer en todo su esplendor para dejar libres los placeres carnales en  calles y  alcobas antes de entrar en los cuarenta días del rigor de Cuaresma.

     Sus labios se habían abierto para Maurice de Inmediato, tan pronto como traspasaron la puerta de la suite del hotel Place D’armes, en una respuesta ansiosa a las caricias que bajo su ligero vestido habían esparcido las manos de ambos en los jardines bajo el aroma de las Buganvillas. Un rio de deseo desataba el caudal de sus labios rosados, entre los muslos, que las manos pugnaban por devorar ansiosas componiendo una nueva partitura de jazz a cuatro que despertaba en su garganta ahogados  gemidos de trompeta y hacían estremecer su piel y retorcer sus huesos.

     Su origen escoces le hacía recordar el Samhaim o año nuevo Celta como lo más aproximado al carnaval.

     Al igual que en el Mardi grasss, la tradición celta que precede a Halloween, mezcla lo religioso y lo pagano entendiendo que, en esa noche, la línea que separa el mundo de los vivos del de los muertos se estrecha, de tal forma, que todo tipo de almas, benévolas y maléficas, la cruzan, obligando a los hombres a disfrazarse de espíritus malvados con el fin de pasar desapercibidos y ahuyentar a los advenedizos allegados.

     Es sorprendente como el vapor etéreo del Vudú que impregna toda la ciudad de rituales de sangre y sensaciones frenéticas, se mezcla tan íntimamente con los ritos y tradiciones del samhaim como si la gran reina del Vudú, Marie Laveau, pudiera trascender los mares y los tiempos en un viaje imposible.

     El placer de las manos de dos hombres jugando en los rincones de su sexo con los cuerpos pegados a  su piel le hacía estremecer de tal manera que sus músculos se estiraban como queriendo abandonar los huesos. Su boca se había entreabierto de deseo en un gemido ahogado, sofocado a duras penas por los besos, mientras sus manos se asían firmemente en un vaivén intenso a las dos poyas erectas que, ardientes, a duras penas podían reprimir el apagar su sed de nuevo.

     Solo las calabazas talladas con sus velas interiores que había colocado por la afrancesada habitación para ahuyentar a los espíritus en un vano intento de mezclar tradiciones, podían quizás recordar ya las veces que su cuerpo  había sido penetrado es esas intensas horas que habían detenido los relojes.

-    Caya y chupa!

     Le había exigido Son en varias ocasiones mientras con su mano dirigía su nuca hacia el glande enfebrecido, haciéndole tragar su gruesa poya hasta engullirla en la profundidad de los labios mientras Maurice, separando fuertemente sus nalgas con las negras manos relucientes sobre su piel, embestía profundamente las entrañas de su sexo provocando en ella intensos gritos que su boca no podía emitir.

     El hecho de que la afrancesada habitación hiciera recordar un antiguo burdel de París incrementaba su deseo en esa sucia y excitante sensación que, entre dos hombres, le sometía a sus caprichos sin descanso haciéndole sentir cada vez más perra y más ansiosa.

     Maurice, le había hecho cabalgar varias veces empalada en su miembro, erguido de pie en el centro de la habitación como la  efigie de un David de azabache, provocando en ella un estremecimiento de orgasmos en cascada irrefrenable para, repetida y sucesivamente, arrojarla los dos sobre el escritorio en incontables e inimaginables acciones que poco a poco y  progresivamente habían ido preparando todo su cuerpo en una relajación plena.

     Son se había acostado boca arriba sobre la cama. Su cara reflejaba el alma del deseo con su grueso miembro erguido rezumando los fluidos que seguían impregnando cada centímetro de su piel. Como una gata aproximó su cuerpo en llamas lamiendo sus propios jugos, golosa, a lengüetazos prolongados , a veces cortos o  mordisqueantes,  que hacían estremecer el cuerpo de su amante. Desde el perineo hasta el glande sus labios y su lengua parecían henchir aquella polla incontenida, enrojecida de  sangre que la inundaba en torrentes ya irrefrenables.

     Lentamente había pasado su pierna al otro lado y , cabalgando su cuerpo, se había introducido la pasión hasta lo más profundo de su ser en ese golpe seco y violento que le hacía sentir ahora todo su calor como un hierro que la marcara a fuego. En un suave movimiento su amor yacente le inclinó hacia si, apretándole fuertemente contra su  pecho, hiriendo de calor sus pezones.

     El sudor empapaba los espacios que no existían,…

     Las manos de Maurice recorrían su espalda. Solo se oían los susurros de la noche y el jazz lejano de los cafés del barrio francés, cuando su cuerpo de arco se tensó en un lamento de gozo prolongado que le hizo recordar el “quejío” de las mezquitas de Córdoba.

     La firme poya de Maurice reclamaba su entrada y sus últimos espacios entre los labios que ocupaba la de Son, penetrándola como nunca antes lo había hecho nadie. Su mano saltó del apoyo del lecho a la pared, aguantando la embestida en un rictus de tensión que intentaba ahogar inútilmente su prolongado grito de pasión terrenal.

     Había cruzado la estrecha línea del sanhaim y sus sentidos volaban ahora entre espíritus desconocidos, borrachos de placer y ebrios de deseo. La rítmica embestida de los dos hombres hacía extender su cuerpo en un orgasmo constante y prolongado, insostenible e imparable Sus ojos cerrados sintieron perfectamente a Son estremecerse, hervir y retorcerse hasta  descargar el alma dentro de su cuerpo al tiempo que un grito de otros mundos invadía todos los rincones de la sala.

     Tres cuerpos extenuados yacían uno sobre otro.

     Cuando pudo incorporarse encendió un cigarrillo y, flotando, se apoyó en el marco del ventanal del balcón.

     Los ecos del Vudú y del Sanheim se mezclaban con los sonidos del Mardi grass, con el olor del café y de las buganvillas, con los recuerdos del “quejio” en Córdoba.

     Los dos hombres miraban, incompletos, suplicando ahora su presencia entre ellos. Apagó el cigarrillo y como la reina del Mardi grass avanzó hasta la cama diciendo…

-“Lássez les boutemps rouler” , como dicen en Nueva Orleans niños mios, dejad que los buenos momentos duren.

G&P&..

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